Hace años un maestro dijo a sus alumnos: El otro
día vi algo como de unos veinticinco centímetros de altura que brotaba del
suelo. En la punta tenía una bola de pelusa, y si se le daba un ligerísimo
soplido se deshacía en una galaxia de estrellas. ¿Sabéis decirme cómo era antes
de que apareciera la bola de estrellas?.
Uno de los niños sijo que se trataba de una flor
amarilla como el girasol, pero más pequeña.
¿Y cómo era antes de eso? – Volvió a preguntar el
profesor.
Una niña dijo que parecía y paraguas medio cerrado
y puesto del revés con forro amarillo.
¿Y antes de eso? – insistió el profesor.
Era como un pequeño círculo de hojas verdes que
salían de la tierra dijo otro niño.
¿Sabéis que és? – Diente de león contestaron todos
los niños.
¿Y habéis cogido vosotros alguna vez un diente de
león? – Si, respondieron.
Eso es imposible, repuso el maestro. No se puede
coger un diente de león. Lo que cogéis es una de las bolas de pelusa, el
pequeño paraguas o las hojas. Sea lo que sea que arranquéis solamente es un
fragmento de la planta entera. No se puede coger un diente de león, porque no
es una cosa, sino un suceso. Toda cosa viviente es un suceso, incluso vosotros
mismos.
La moralidad del cuento es sencilla: la vida no se
queda nunca quieta. Hay que mirar al mundo, no como una colección de objetos
hechos y sucesos ya pasados, sino como algo que está ocurriendo ahora mismo.
No tenemos que preguntarnos ¿Qué es esto?. La
pregunta correcta es ¿Qué pasa aquí? Esta es la pregunta esencial que se hacen
los hombres de ciencia.
Un día Isaac Newton vio caer una manzana y se
preguntó qué pasaba allí. Sigmund Freud se hizo la misma pregunta con respecto
de los pacientes cuyos síntomas no se podían atribuir a causas fisiológicas.
Esta pregunta nos ayuda a comprender a las
personas y a interpretar su comportamiento. Si uno se limita a preguntar ¿Quién
es? o ¿Qué es? todo lo que se obtiene por respuesta es una etiqueta. Pero se
nos escapa el todo.
Hay personas que parecen tener un don especial
para entenderse con los demás. Saben siempre que es apropiado decir o hacer, o
cuándo es mejor no hacer nada. Poseen el don de la sensibilidad, que no es otra
cosa que una percepción clara de lo que pasa a su alrededor.
Cuanto mayor sea nuestro acierto en prever la
conducta de los demás, mayor será nuestra capacidad de llevarnos bien con
ellos, de despertar sus intereses y de inspirarles confianza en si mismos. La sensibilidad
hacia los demás cultiva y fortifica en realidad la personalidad.
Quien se aísla del mundo va dejando de ser una
persona para convertirse en una cosa. Cuando hablamos con otra persona lo que
tendríamos que preguntarnos es ¿Qué piensa de sí mismo y por qué?.
Puesto que esta cualidad de anticipada comprensión
es tan importante para todas las actividades humanas ¿Por qué no hacemos un
mayor esfuerzo en practicarla? Pues porque casi todos seguimos considerando la
sensibilidad hacia los sentimientos ajenos como algo con lo que se nace y que
no cambia durante toda la vida. Pero no es correcto, se puede aprender si se
practica siguiendo unos pequeños pasos:
- Informémonos acerca de las
personas. Tenemos que saber cuál es el ambiente de que procede y cuáles sus
costumbres, sus creencias y las ideas que han modelado su manera de pensar.
- Escuchemos con el “tercer
oído” lo que pasa. Se refiere a las señales mudas, es decir, la expresión
corporal: los brazos entrelazados, las uñas mordidas, la postura encogida, el
enrojecimiento de la piel, etc.
- Escuchemos sin prejuzgar. Los
juicios precipitados son a menudo erróneos. Cuanto más espere uno antes de
formarse un juicio definitivo acerca de una persona o un acontecimiento, más
exacto será su juicio.
Con un poco de práctica podemos llegar a entender
un poco más a todas las personas, incluyendo nuestros hijos, y de ésta forma,
evitar conflictos innecesarios.